Como cada tarde, salió a escribir frente al
mar, recostado en el pasto fresco y helado de esa mañana con cielo blanco
percudido, la brisa no alcanzaba a tapar la melancolía tan fuerte que lo
aplastaba. Colocó el cuaderno entre sus manos y vio el corte en una de ellas,
en su dedo índice, los recuerdos revolotearon con violencia como si fueran aves
desesperadas, los colores, las escenas, ella gritando, él rogando, el sonido
filoso de la cachetada en el rostro, el golpe, su rostro lleno de ira, de
decepción, sus lágrimas que inundaban el revoloteo continuo de memorias que
insistían en quedarse, su cartera negra lustrosa que daba vueltas al ritmo de
su imparable ira, sus uñas rojas clavándose contra su mano. Él rogando, ella
mirándolo con el odio que se odia al enemigo. ¡Suéltame, imbécil!, la forma en
cómo arrastraba la ese inclusive para gritar, su respiración desesperada y
finalmente cómo se soltó arañándole la mano.
Su mano ya no estaba sangrando, solo era una
cicatriz.
Tomó el lápiz, le encantaba escribir con
lápiz, lo interesante del lápiz es que cuando querías lo podías borrar, tan
diferente a la memoria. Tomó el lápiz y escribió su nombre, no el nombre de él
mismo, el nombre de ella, con perfecta armonía y curvas cadenciosas, con la
rapidez necesaria y precisión exacta. Escribió su nombre y cerró el cuaderno. Ya
no había más qué escribir. El nombre de ella era el título, era la
introducción, era la historia y ese mismo nombre era el final de todo un
cuaderno por escribir que nunca quiso ser escrito y que ya no debía escribirse
jamás. Escribió y cerró el cuaderno. Su dedo aún tenía la cicatriz, pero el
cuaderno ya estaba cerrado.
Se puso de pie y miró el mar, cómo se
ondulaba y bailaba frente a él en la inmensidad de ese invierno bochornoso. A
ella no le gustaba el mar, le gustaba atravesarlo, sentirse inmersa en él. El
mar nunca se iba a retirar de su lugar. Sujetó el cuaderno con delicadeza y se
dio media vuelta, de espaldas al mar caminó alejándose de él, con el cuaderno
cerrado, con la herida cicatrizada, con el revuelo de las aves coloridas que
palmoteaban violentas en los pasillos de su mente.
La calle estaba tan triste, era hora de
volver a casa.