Una
minúscula e intrépida gota de lluvia se resbala raudamente por la opaca
ventana, las marcas de otros recorridos empañan y dificultan mi vista al
horizonte. El fatal horizonte. Reposo mi cabeza sobre el frío vidrio.
El ruido de una imparable ciudad me
asalta, sobrepasa mi tranquilidad -al menos la que anhelo conseguir-, los autos
rugen, las bocinas chillan, las luces enceguecen. Mis ojos se cierran
intentando imaginar un mejor panorama, cuento hasta diez, pero el aire está
viciado y la gente del bus habla y habla sin parar sobre la novela de ayer, de
sus planes para la noche, y de los últimos chismes del barrio.
El
trafico es asfixiante, el enclaustro del carro peor aún.
Por segunda vez, mi cansado cuerpo pide
auxilio, mi pequeña espalda protesta también, mis brazos reposan sin gracia
sobre mi voluminosa maleta -mi pobre compañera de faena- y lo único colorido
que me agrada ver es mi chompa roja de Rodolfo
el reno. No quiero pensar en todo lo que mañana vendrá, ni menos recordar
la odiosa semana que se va.
Me
acurruco -como de costumbre- contra la blanca e inerte lata; la suave y
relajante música clásica que suena en mis oídos es intempestivamente
interrumpida por el molesto sonido tintineante de mi celular. Una llamada,
luego otra y otra, y así se acumulan cinco. ¡Ojalá pudiera llegar a casa en
cinco minutos!, pero el bus se detiene nuevamente para darle paso a una
escandalosa sirena tan característica de la ciudad.
El tortuoso viaje sigue, me acomodo en
el asiento y las oxidadas tuercas que lo componen reclaman chillonamente como
si mi peso las aplastara y privara de su libertad.
El
tiempo pasa y a lo lejos visualizo y reconozco las señales que indican que mi
hogar está cerca. Me pongo de pie y con valentía me abro paso entre ese mar de
personas apretadas y extrañas, es un calvario llegar a la puerta... pero llego.
El bus parece expulsarme de sus entrañas y yo corro como si escapase de una
mansión tenebrosa, de una mazmorra igual a las que aparecen en películas de
terror.
Un
suspiro se escapa de mis labios. Recargo sobre mi hombro las azas de mi maleta
y comienzo a caminar, el sendero parece infinito. Golosinas, vendedores de
dulces y gritos llamativos hacen que mi agonía se prolongue. La noche parece
estar más viva que nunca, ni las sombras de oscuridad apaciguan los espíritus
de los ciudadanos. Mis pies hacen un ruido fastidioso, pero no puedo evitarlo,
siempre detesté arrastrar los pies, sin embargo los estragos de una laboriosa
semana me empezaban a cobrar factura.
Falta
poco Carol, me digo para alentarme. Una casita verde y acogedora hace que mis oscuros ojos brillen alegres y
triunfantes, por fin es sábado.