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Un blog diferente.

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martes, 26 de agosto de 2014

Sobre sus hombros

Primero un descanso sobre la manta colorida. La sonrisa y los cabellos de mi madre cayendo sobre mi mirada perdida en el techo con armazon de vigas y cubierto de tejas.
Luego una sensación de vacío insostenible, una respiración aguda y el calor de la espalda de mi madre que me acomoda para que mis piernas se apoyen en su cintura y mis brazos saliendo de la manta bien ajustada al rededor de mi espalda que me sujeta firme a los hombros de mi madre.
A partir de ese momento el viaje se hace especial y novedoso. Las miradas de las personas por sobre el hombro de mi madre cambia en cuanto se fijan en mi. Todos sonrien y me quedan mirando. Mi madre corresponde con una sonrisa y yo me les quedo observando.
Hace poco unos turistas, un señor y una señora me tomaron una foto. Mi madre les miró seria y ellos comprendieron que debieron pedirle permiso primero. Luego conversaron con ella muy amables y se hicieron muy amigos. Quedaron en que enviarían mi foto cuando la revelen.
La otra vez me crucé con un bebe que iba en los hombros de su madre, nos quedamos estupefactos como la primera vez que me hicieron verme en un espejo. Solo que esta vez me di cuenta porque no era la misma mamá.
Es muy divertido ir en la espalda de mamá, puedo jugar con sus cabellos y quedarme durmiendo. A veces siento uno que otro empujoncito pero mi madre me arrulla como dando saltos pequeños y duermo profundo de nuevo.
Al atardecer regresamos a casa y me abriga mucho para no refriarme durante la noche que llega la helada que ya ha dejado marcas rojas sobre mis mejillas mi madre las cura con agua tibia de hierbas que aromatizan el dormitorio. Luego el sueño me inunda a cada respiración.
Antes de dormir las imágenes de todo el día me animan a abrir los ojos pero mis párpados no me lo permiten. Las imagenes se entremezclan con los sueños y en todos ellos hay una constante, los tibios hombros de mi madre.

*Zch*

domingo, 24 de agosto de 2014

II. Los encuentros

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Transcurrieron cuatro días tan ligeros como el viento de aquel otoño, sincopado pero veloz. Eran siete para las nueve de esa mañana y, sentado en la banca que queda fuera de la biblioteca, esperaba él de la misma manera en que lo hizo los días anteriores: con un vaso de chocolate, un croissant y un libro cerrado.
Ella llegó tres minutos tarde, lo cual ya le irritaba bastante. Llevaba los cabellos alborotados y la casaca arrugada, de lo que seguro no se había percatado. Se saludaron con un beso seco, que quizá fue más un ligero roce de sus mejillas que un beso y se quedaron en pie mientras ellas extraía el libro de su morral. Él la apuraba con la mirada, lo cual parecía despertar cierto placer por el sufrimiento ajeno en ella. Así y casi de la misma forma se habían repetido los hechos en los días anteriores, y tan igual como sucedió lo anterior, él recibió el libro, giró sobre sus talones y se marchó.
Así pasaron tres días más. El libro contenía dos marcadores que poco a poco habían avanzado hacia en final, a veces iba uno por encima del otro y otras, al revés. Dentro de esto, no exagero al afirmar que ninguna sonrisa se dibujó durante esos encuentros, y que si se saludaban era un mero formalismo. Pero esa frialdad dejó de ser o dio un primer indicio de ello quizá ese lunes de tarde.
Ella llegó cuatro minutos tarde y subió unas gradas pequeñas para llegar a la biblioteca. Esta vez él, cansado de esperar paciente a que ella se acerque con aquella lentitud única que puede quitarle la paciencia a cualquier santo, se puso en pie y se adelantó a su encuentro. Lo siguiente que pasó fue ver a aquella chica trastabillar, resbalarse y caer lentamente. Casi instintivamente la tomó del brazo, y la sostuvo, pero el suelo estaba mojado por la garúa de la tarde, y por la velocidad con que se dieron las acciones no pasó más que un instante para que desafortunadamente él también resbalara. Y allí estaban los dos, en el suelo, algo adoloridos. En tanto él refunfuñaba, se miraron por un instante y ella sonrió.
- Mi nombre es Miguel.- dijo de forma automática devolviendo la sonrisa, la cual parecía costarle cierto esfuerzo- Nunca lo preguntaste.
- Sí lo sé, lo dice el marcador que has dejado en el libro- respondió ella asumiendo el rostro inexpresivo que había mantenido durante ese tiempo y parándose al mismo tiempo que extraía el libro de su morral.
- Muy bien, Lucrecia- dijo mientras se incorporaba, también, y extraía el libro de los brazos de ella. -Adiós.
Ella quiso refutar algo, pero el intento era en vano. Miguel ya había cruzado la avenida sin mirar atrás y a paso muy veloz. Caminó el corto trecho hacia un paradero y llamó un taxi.
En el reloj de una parroquia las agujas llegaron al punto más bajo: las seis y media. Nuevamente pequeñas gotas se precipitaron durante una hora o algo menos y en las calles la gente se ocultaba entre las sombras. El tiempo se tornaba cada vez más frío; las noches, más oscuras; las tardes, más ralas y las horas más cortas. Se terminaba la primera semana desde aquella ocasión de la biblioteca y con ella decrecía la cuenta regresiva para su viaje...