El viaje en metro, cuando no había asiento disponible, era largo y muy largo. No se disfrutaba de nada, incluso la observación era tediosa. En esos momentos la ansiedad, la frustración, la impotencia ante la situación, lo llenaban de ira. Tenía el libro, que hace menos de media hora había recogido, en la mochila y las ganas de leerlo metidas en un bolsillo, o quizá entre sus dedos encrispados. Qué diferente hubiese sido estar entre páginas con olor a papel viejo, viajando a lugares desconocidos dentro de ellas, conociendo y conociéndose, dejando por un momento el lugar reducido de un asiento y así escapando de todo y de nada. Pero a esa hora, poder tocar el suelo y respirar eran hazañas de mérito entre tantas personas que empujaban desde todas las direcciones. Una señora obesa empeoró la situación. Las filas y columnas, que no se distinguían unas de otras, se desplazaron con el mismo desorden, la mujer pasaba entre todos con los codos abiertos y jalando tras sí un bolso naranja que se atracaba entre el desorden de cuando en cuando. Miguel, atrapado en el espacio que hay entre una y otra columna de asientos, apenas si pudo contener la respiración para soportar la presión que se ejerció a los pocos segundos. Él sólo miró alrededor suyo, cosa que con su más de metro y setenta centímetros no era muy sencillo y por lo cual debía apoyarse en las puntas de sus dedos. Así pudo distinguir algunos edificios cercanos a su destino. Lo siguiente que hizo fue asegurar su mochila contra su pecho para atravesar aquel irregular y resistente conglomerado de personas de distintos tamaños y contexturas. Sin mucha dificultad, lo cual seguramente fue debido a que no era la primera vez que lo hacía, salió por las puertas del metro hacia la estación central, alisó un poco sus ropas, acomodó sus cabellos con la mano e inició la marcha.
Afuera caían gotas de una garúa ligera. Algunas personas, escasas realmente, llevaban paraguas y otras avanzaban acumulando pequeños puntitos blancos en sus cabezas y en sus prendas de algodón. El viento era suave, pero tenia la velocidad suficiente para hacerse sentir, frío y traicionero. Era una tarde buena para quedar en casa, cerca de alguna chimenea, como las que se describen en los libros de autores de épocas pasadas, en compañía de una jarra de leche caliente y galletas recién horneadas.
El cielo se abrió un poco más y la garúa se hizo más abundante lo cual parecía casi una escena de lluvia. Bajo el refugio de un árbol, alto y mal alineado, Miguel se detuvo por un tiempo no muy prolongado esperando que la lluvia cese o quizá a alguien, o las dos cosas al mismo tiempo. Allí, bajo el frondoso techo que se extendía sobre él, extrajo el libro (el mismo que tanto le había costado obtener) de su mochila y se disponía a leer cuando entre las escasas personas, que transitaban los espacios abiertos de suelos mojados, se hizo presente una silueta irreconocible, pero que para él parecía ser muy familiar.
- Hermano querido - diciendo esto, la muchacha, de cabellos oscuros y mirada audaz, que aparecía ya más claramente, rodeó el cuello de Miguel, abrazándolo fuertemente y estampándole un beso en la mejilla. Seguido de esto, estampó muchos más resistiendo los esfuerzos que hacía nuestro presonaje por librarse de ella.
-Hermano querido, lindo, precioso- seguía diciendo la recién llegada sin desprenderse del cuello de Miguel- no sabes cuánto te he extrañado. No he recibido ningún mensaje tuyo, apenas ese libro que lo debo tener en algún lado. Ya sabes como soy yo de pobre ignorante con esas cosas. A mi dame notas, no textos inmensos...
- Vámonos.
- No has cambiado nada. Sigues siendo el mismo gruñón. ¿Por lo menos te dignarás a ofrecerme tu brazo, cierto? - dijo al mismo tiempo en que adelantaba un poco la mano.
Con el rostro serio, que más que solemnidad parecía expresar enojo, Miguel caminó a zancadas, casi arrastrando a su acompañante, quien parecía divertirse con eso. Ella hablaba de muchas cosas, parecía que las palabras nunca se le acababan y si hacía alguna pausa era para oxigenarse, pues a veces daba la impresión que se olvidaba de respirar mientras contaba sus anécdotas.
- Debo decir que realmente te extrañaba - dijo y regaló una sonrisa franca.
- ¿Hace cuánto tiempo llegaste?
- No sabría decirlo - vaciló un momento. Observó el rostro de Miguel que seguía serio, pero esta vez ya había adoptado una expresión meditabunda que en realidad era la típica expresión en él. Tras recibir una mirada algo impaciente por una respuesta más precisa, continuó hablando - una semana, ¿es una respuesta acertada señor? Una semana, dos días y tres horas. Me estoy hospedando en uno de esos hoteles baratos. Es bueno saber que siempre tengo a donde regresar. ¿No te parece? La vida en Europa no es tan fantástica como crees, la gente es gente con otra forma de hablar y algunos se pueden parecer a alguno de nuestros maestros cultos y bien formados, como te puedes topar con un beodo crustáceo que donde cae la lata cae él. ¿Me estás escuchando? Sé que lo haces. Sigo...
- La casa no ha tenido mucha limpieza en este tiempo. Tendremos que mover algunas cosas.
- Papá...
- No lo menciones. No quiero saber más. Vayamos a comer algo y después te ayudaré a instalar te.
El silencio se manifestó por varios minutos. Ella bajó un poco la cabeza y siguió avanzando ya no con la misma expresion divertida de antes, sino con cierta nostalgia. Mirando una vez el rostro de su hermano, se aferró un poco más a su brazo y se dejó guiar por él lo que quedó del camino, con la mirada caída y la expresión perdida.