De noche han caído lágrimas del cielo, frías, débiles y tristes. He sido viento que las ha llevado por el espacio nocturno y dentro de las líneas de la vida, que las ha dejado libres sobre tierra fértil en la que han sembrado un alma y han cultivado una razón.
Lágrimas que han llevado a cuestas el peso del mundo, que han amado hasta morir y han dejado su esencia en tierra que lleva los sueños con la corriente.
Ortodoxas lágrimas han cubierto las leyes de la vida y han callado razones, han desmoronado odios y traiciones, han enaltecido sacrificios y se han elevado hacia las alturas de lo desconocido. Esas mismas lágrimas, también, ha humedecido sonrisas y han despertado amor. Esas, nunca las mismas pero siempre ellas, han sido compañeras fugaces de pasiones y emociones.
... Y
Hoy caen por ti. Lloran tu despedida involuntaria, porque siempre ellas fueron las intrusas en nuestros temas de conversación y hoy te saludan. Y nosotros siempre criticábamos su existencia, la debilidad que evidenciaban en el hombre, la poca necesidad de ellas ante una vida claramente fugaz. Pero caen.
Porque te fuiste de repente, como siempre. Pero esta vez para siempre. Quizá la tormenta, quizá el tren, quizá tu siempre ocupada mente, llegaste hasta donde debías llegar para convertirte en parte de mí...
Hoy no estás... ya no más.
Caen algunas gotas, caen lágrimas del cielo, que está triste hoy. He sido viento que las ha traído junto a ti para saludarte.
jueves, 13 de marzo de 2014
miércoles, 12 de marzo de 2014
A los ochenta en París.
A los 79 años ya nada debe parecerse ni verse similar, ni siquiera lejanamente parecido. ¿Cómo es que están dispuestos a esta monumental locura este par de ancianos desquiciados? Se preguntaba con una solemne sonrisa que le servía de máscara para ocultar sus pensamientos de hartazgo. Ser nieta de un adorable anciano de casi ochenta años era un privilegio del que ya casi nadie contaba. Pero tampoco nadie esperaba que de un día para otro al viejo se le ocurra hacer un viaje de cientos de kilómetros para hacer lo último de su vida, un suceso que él mismo calificaba como el final feliz de una larga y terrible historia.
- Nadie puede oponerse. Nunca nadie pudo oponerse, que me hayas acompañado no quiere decir que gracias a ti estoy aquí, solo me has acompañado, esto tenía que pasar de todas formas. Ese siempre fue nuestro destino, estar aquí. - Le dijo el anciano sonriente con un gesto de amabilidad y dulzura que solo los abuelitos buenos pueden reflejar.
Ambos estaban sentados en una sillita de fierro en un parque precioso de alguna parte del mundo bajo un cielo celeste que se opacaba de a pocos. Entonces el anciano le agradeció a su nieta haberlo acompañado, pero que era momento de que se vaya, ella ya iba a llegar y no quería que nada más los interrumpa, ya demasiadas cosas les habían interrumpido como para que ahora una más les sirva de pretexto para una tantas veces repetida postergación.
Entonces la nieta se fue y el anciano quedó solo por una hora y media más. Tomando un café muy caliente y leyendo Le Monde. Esperando con la paciencia de los ancianos. Y de pronto, ella se asomó con una sonrisa enorme que seguía siendo la misma a pesar de tantos años en su haber.
- Oye, viejo cojudo, ¿qué estás esperando?, ¿no me vas a dar un abrazo? - le dijo la anciana emocionada y casi riéndose.
El anciano saltó de inmediato y abrazó a la decrépita mujer que estaba allí enchalinada con un vestido blanco floreado, como en los sueños cuando los abriles aún rodeaban los veinte.
- Casémonos ya.
- Sí, hagámoslo, tómemonos este café y brindemos todas estas noches, las que nos queden, mirando a la Torre Eiffel, en este París que nos es ajeno, pero que es nuestro desde que éramos un par de adolescentes cobardes, incapaces de ser felices.
- Dos matrimonios fallidos en mi caso.
- Nunca me casé, pero tener un hijo no es gracia. Ser madre soltera era casi uno de mis sueños, una meta, tenía que hacerlo y demostrar que podía.
- No quiero postergar la historia, limoncita.
Los ancianos se tomaron de la mano y recordaron cada instante de sus vidas y cada uno de los vericuetos que los había mareado a lo largo de sus vidas y les habían condenado a ser felices cuando ya ni lágrimas existían. Solo risas, solo sonrisas. Lo único que les rodeaba era Francia y Europa y el dinero de sus haberes acumulado y muy bien amasado y ropas e historias, y muchas ganas de todo, de vivir, de empezar a serlo. La anciana tomó al anciano por el cuello y lo besó como si fueran dos adolescentes locos el uno por el otro y el anciano le siguió el beso. Por un momento todo el escenario se había transformado. Eran un par de jóvenes besándose y soñando una vida juntos, la verde vegetación que les rodeaba era testigo de sus jóvenes pasiones y sus manos traviesas. Luego de sesenta años una historia culminaba, muy cerca de que sus vidas entregadas a todos los días del verano estén cerca a la culminación, también.
martes, 11 de marzo de 2014
Ponte pausa
"En el futuro todo el mundo será famoso durante 15 minutos". Cuando declaró esta frase Andy Warhol no imaginó la inmediatez en que su presentimiento se haría realidad.
Hoy, los millennial somos un público muy ecléctico y crítico. No perdonamos el error y celebramos (aunque por poco tiempo) los aciertos. Nuestra atención se ha desarrollado en muhos niveles y el multitasking ya no es privilegio de una minoría. Nuestros hábitos nos hacen así, sin embargo corremos el peligro de no valorar algo realmente importante para nuestra vida y que pasa unos segundos frente a nuestros ojos.
Hoy deseo plantearles una tarea: Ponte pausa.
Una tarea sencilla y necesaria.
¿No les ha pasado alguna vez que han estado viendo una película o serie y se preguntaron qué fue lo que dijo el protagonista?
Entonces pusieron pausa y luego regresaron en la escena para escuchar con mayor detenimiento o ver algún detalle de la actuación o de la locación.
Antes de iniciar el día, decidan una hora para ponerse pausa. O coloquen su alarma en una hora al azar. Luego sigan con la cotidianidad de la rutina.
Al momento en que suene la alarma y llegue la hora programada. Miren a su alrededor y busquen una parte del paisaje frente a sus ojos que ustedes consideren sea un motivo para agradecer. Apunten el nombre del ser (ser, para mí, implica todo aquello que tenga vida) que hizo posible el motivo para agradecer. Y sigan con la cotidianidad de la rutina.
Posteriormente, cuando tengan un poco más de tiempo, acerquense a ese ser y agradezcanle por el motivo que aprendieron a reconocer en aquel momento en que se pusieron en pausa.
Disfruten de la reacción que cada ser experimenta y comenten sus experiencias en este post o en el fanpage.
Gracias por llegar a esta parte de la lectura. Bendiciones para esta semana. Nos vemos el siguiente martes.
Chau.
lunes, 10 de marzo de 2014
El rey y la bailarina.
Sus delicados piececitos traspasaban armoniosos la
barrera de quietud del lugar; todo un mar de serios y sosegados aristócratas meciéndose
a un ritmo anticuado, pero felizmente allí estaba ella.
Llevaba ya varios segundos observándola desde su dorado
asiento.
El porte de su delgada silueta danzando con gracia y
soltura embellecía el panorama, fue entonces cuando el rey decidió abandonar la
comodidad para invitarla a bailar a su lado. Ella hizo una suave reverencia
ante su presencia, y con una amplia sonrisa aceptó su mano. Al llegar a la
pista, el tiempo pareció no transcurrir, ambos habían encontrado un exquisito y
perfecto ritmo, cada pieza musical era un pretexto más para no separar sus
cálidos cuerpos. La sinfónica parecía tocar melodiosamente sus instrumentos solo
para alegrarlos ellos, solo para aquellas brillantes miradas. El azul en el café,
el marrón en el mar.
Un paso adelante y otro hacia atrás, una espléndida
vuelta y otro giro más. El sonido de los violines era su guía, el marcapaso
para seguir trenzando sus almas con la dulce compañía de los acordes destinados
para cada baile. Acordes escritos desde antes, para aquel momento.
—Tu nombre debe ser más bello que cualquier canción —dijo
el monarca con la voz aterciopelada—. Cántalo.
—Solo soy la bailarina, majestad —musitó con
tranquilidad. El hombre de oceánicos ojos sonrió de lado y dándole un giro la
atrapó.
—Entonces bailarina, ¿bailarías conmigo? —preguntó.
—Por supuesto majestad, ese es mi destino —dijo
agachando sutilmente la cabeza, una cálida mirada se escapó por sus rabillos.
—¿Te quedarás para danzar cada pieza que se haya
escrito en todo el reino? —interrogó, ella asintió—. Y bailarina, ¿prometes dedicar
cada suspiro de tu alma cada vez que bailemos?
—Lo prometo majestad —respondió.
Cesaron de danzar, y el rey guió a la fina silueta de
aquella misteriosa mujer al balcón del gran salón. Ambos empezaron a escuchar
una tintineante melodía en su cabeza, parecía magia, la sonante conexión los
elevaba a un afinado nivel.
—¿Lo oyes? ¿Oyes lo mismo que yo? —susurró el gran rey.
La mujer de acaramelados ojos suspiró cansinamente, y volviéndose hacia él,
tomó su mano, aquella mano que la había guiado a las más radiantes constelaciones
musicales.
—Cada vez que oiga aquella melodía, recuérdeme majestad
—espetó con ojos tristes—, recuerde que cumplí mi promesa. Dediqué cada suspiro
de mi alma al danzar con usted majestad, y ahora que ya puede encontrarme en
otra nota… es tiempo de irme.
—Pero bailarina, ¿a dónde vas?
—Solo soy la bailarina majestad, búsqueme y me hallará
en cada dulce armonía y así, podré bailar con usted para siempre.
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