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Un blog diferente.

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domingo, 21 de septiembre de 2014

VI. Un día y nada más

Miguel esperó paciente de pie junto a la puerta cristalina de la biblioteca. Su reloj marcaba las seis con veinticinco minutos y no había señal de la persona que esperaba. Pasaron diez minutos más, muy largos, y a lo lejos se divisó alguien que caminaba torpemente, distraída, y chocando con algún transeúnte por casualidad. En vez de adelantarse a su encuentro, esta vez permaneció quieto y observando sus pies por si se presentaba la ocasión de verla trastabillar sólo para sentirse entretenido.
Con la misma paciencia de siempre se plantó ante él, acomodó sus cabellos negros y con una sonrisa, muy similar a la de aquella primera vez, le entregó el libro. El comportamiento extraño que había tomado lo dejó perplejo y, por un buen rato, se mantuvo observándola sin decir nada.
- ¿Sucede algo? - dijo la observada al verlo tan extraño, pues empezaba a creer que estaba loco.
- Nada, absolutamente nada- respondió apartando la mirada y sosteniendo el libro casi al nivel de sus ojos - te lo regreso.
- ¿Qué? ¿Qué tienes?- en su rostro se manifestó una notoria perplejidad. Se acercó un poco más para poder observar mejor su expresión - ¿Por qué no me lo dijiste antes para no venir?
Él guardó silencio por escasos segundos que a ella le parecieron durar más, pues la idea de haber perdido el tiempo no le era muy agradable. Retrocediendo un poco como para recuperar su espacio, que a voluntad había cedido para satisfacer su curiosidad, volvió a observarlo pero con impaciencia más que con extrañeza.
- Yo ya terminé de leerlo - respondió.
- Tú, seguramente, crees que uno tiene mucho tiempo para perder.
- Ya terminé de leerlo, cedértelo no estaría mal. Sólo quería recuperar mi marcador.
- Entre la gente rara que he conocido tú sí te pasas...
- Me voy. Adiós- dijo Miguel sin darle tiempo a hablar más y aseguró su mochila para irse.
Lucy lo vio retirarse con cierta curiosidad. Y nada nuevo sucedió ese día.

La mañana de ese miércoles fue gélida y gris, el invierno parecía haberse establecido por adelantado en ese momento. Con una manta sobre los hombros, sentada, casi acurrucada, en uno de los sillones de la sala, Lucy leía concentrada y como fuera de ese mundo. Por momentos despegaba su mirada y la dejaba perdida en algún punto inespecífico.
Cerca de las nueve de la mañana cerró el libro, lo metió en su morral y se dirigió hacia la puerta. Su madre, despierta mucho antes que ella, sólo se dignó a asomar la cabeza por la puerta de la cocina, pero esta vez se volvió rápidamente para evitar ser descubierta. Lucy había recordado algo: no tenía que darle el libro otra vez. Dibujo una sonrisa victoriosa, por haberse quedado con el libro, pero después esa sonrisa se borró. Seguramente en ese momento se sintió incómoda al darse cuenta, como si no lo hubiese hecho ya, que Miguel había terminado de leer antes que ella y que burlándose de su poca velocidad la había citado sólo para pedir su marcador. Dando vueltas en su mente pronto se cansó y retomó su lectura en el mismo sillón.
Casi una hora después descendió por unas escaleras que conducían al segundo piso, un hombre en bata que llevaba una barba mal afeitada, cabellos ya en escacez, ojos grises o negros desteñidos, cejas pobladas, barriga notoria y arrugas en la frente. Era su padre, de rostro más severo de lo que realmente era, que bajaba pesadamente las escaleras para desayunar. Nunca se atrevió a preguntarle acerca de sus salidas de mañana y ella sabía que no lo haría. Su padre era probablemente uno de aquellos a quienes etiquetarían como "perros", pero reformado y sometido a prueba. Esa situación lo llevaba a ser siempre sumiso, no sabría asegurar si lo que lo movía era el amor por su mujer o el miedo a perderlo casi todo a causa del divorcio, pero allí estaba como fiel guardián de la casa, hombre de trabajo y padre casi ausente y sin voz. De ello había aprendido, Lucy, a sacar provecho, provecho que más usara para su libertad y para ir cada vez que podía a reuniones con sus amigas. Sin embargo esta vez abandonaba a su familia un tiempo y se iba a estudiar a otro punto del país, y por voto unánime entre el padre y la madre. Aunque su padre no se entrometía en sus asuntos estaba siempre al pendiente y sucedió que la había visto con un chico desconocido cerca a la biblioteca por lo que había persuadido a su madre de enviarla a alguna universidad donde pueda retomar de una vez los estudios que había dejado una y otra vez.
En estas cosas, cercanas, ella no pensaba en ese momento. Leyó casi todo el día. Se levantó muchas veces de su lugar, fue a su cuarto, leyó sobre su cama, sobre el suelo, en una silla, caminando y para la hora de la cena llegó a la mesa y mientras con una mano tomaba la taza, con la otra cuidaba no perder la hoja que leía.
"Si vas a leer, te vas a tu cuarto". Dijo su madre, pero Lucy sólo despegó los ojos del libro algo después, se disculpó y cenó velozmente. Cuando terminó, lavó los platos, tazas y cubiertos con la misma velocidad en que comió y fue a tumbarse en el sillón satisfecha. Se disponía a leer cuando su celular dio aviso de un nuevo mensaje.
---- Mañana me das el libro. Imagino que ya lo concluiste. Recuerda que yo usé mi carnet para sacarlo.----
Miró el celular con cierta viveza como tramando algo, pero esa era quizá su típica forma de ver las cosas cuando algo la tomaba por sorpresa.  Las luces de la casa brillaron unas horas más mientras, en el mismo sillón y luego en su cama, Lucy leyó hasta quedarse profundamente dormida, con las luces prendidas de su dormitorio.

Vnto



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