El hielo se derretía en la vereda por la madrugada. Los neumáticos del
carro patinaron al pasar por la avenida que se alimentaba de la luz del sol naciente
en el horizonte. El hospital se encontraba a dos cuadras más. Las calles
estaban vacías. Mi esposa confiaba en que llegaríamos a tiempo. La emoción de
la llegada de Ariadne agudizaba mis sentidos y sentía que todo estaba bajo
control. De pronto una luz fuerte, me encegueció. Luego un silencio profundo,
intenso, vacío, inaudible.
***
Un llanto. Para pedir ayuda, otro para asegurarse que estamos cerca. Una
sonrisa, una mirada perdida en cielo del dormitorio. Me gusta verla, disfruto a
cada movimiento suyo. Aristóteles dijo que el tiempo es la medida del
movimiento entre dos instantes. Disfrutábamos de cada fotograma imaginario, de cada
instante, cada gesto que ella nos regalaba echada en su cuna. Repetía su nombre
en mi mente. La amaba.
Después de dejarla dormida en su cuna esa madrugada, mi esposa regresa a
nuestra cama. Me dice al oído que la ve un poco pálida, hago un apunte mental
para el pediatra al día siguiente. El sueño le gana a mis párpados no sin antes
darle un beso en la frente a mi esposa. La luz se difumina y quedo en
suspendido en el vacío.
Escucho la sirena de la ambulancia afuera en la calle. Estoy en medio del
pasillo del hospital corriendo. Llevan a mi esposa en una camilla. Me impiden
seguirle. Quedo atrás de unas puertas transparentes y el pasillo se hace más
distante al apagarse las luces. Te amo.
Pienso en el eco de su voz que rebota en las paredes y llega hasta donde estoy
de pie, hasta el interior de mí mismo. En medio de la oscuridad sus dedos
pierden fuerza, mi mano se suelta. Impotencia.
Despierto asustado. Es de noche aún, las sombras de la ciudad no se han ido.
Repaso con las yemas de mis dedos la cicatriz en su brazo, un pequeño surco en
su piel, una señal de lo que nunca olvidaremos, el día que Ariadne llegó a
nuestra vida.
El choque no pasó más que de un susto. La ambulancia rosó el carro por el
lado donde me encontraba. Empujó al carro hasta que la vereda lo detuvo. Me
golpeé en las costillas. No pude respirar por un buen rato. Mi esposa trato de
cubrirse y apoyarse para no afectar al bebé. Los vidrios se quebraron y unos
cuantos se incrustaron en su brazo derecho. Por suerte ya estábamos cerca al
hospital.
Ese día, mi esposa me dijo entre sueños que todo saldría bien. Hoy, la beso
nuevamente y me aferro a la alegría de continuar juntos. Descanso.
***
De regreso a casa. Miraba por el retrovisor a mi esposa dar de lactar a
Ariadne, nuestra hija. Aquella íntima conexión de miradas que me llenaba de
alegría y energía para protegerlas, para estar dispuesto a sacrificar cosas que
antes me hubiera costado mucho dejar. Ariadne, doncella que conoce los secretos de los laberintos, me sacó de uno.
A veces mientras duermen las dos juntas, las observo. Trato de ver mi vida sin
ellas, no puedo. Me imagino cómo será de grande, cuando vaya al colegio, cuando
tenga una compañera amiga, cuando se pelee con ella y se reconcilien, cuando
crezca y me reclame porqué pongo tantas reglas, cuando me presente a su amigo
especial, cuando me diga que quiere estudiar algo que yo no deseo, cuando se
case y la vea partir. Me niego a que ese tiempo pase tan raudo, me niego y
guardo los momentos en que depende de nosotros aún, los atesoro y los cuido
para que no se me vayan y no pueda retornarlos. Mis divagaciones se acaban en
cuanto mi pequeña despierta, no llora, solo abre sus ojos y extiende sus manos
para tocar el cabello de su madre, para coger un juguete, para mirar a su padre
sonriendo, para saber que puede estar segura y feliz. Guardo una fotografía de
su sonrisa.
Mi esposa, aquella bella mujer que estuvo lo suficientemente convencida
para decidir compartir la vida conmigo, aún entre sueños sonríe. Abraza a
nuestra pequeña y la arrulla para que sigan durmiendo. Ariadne no quiere seguir
durmiendo. Hace unos sonidos como si fueran palabras. Mamá despierta, papá espera para jugar con nosotros. Mi esposa percibe
las ganas de jugar de nuestra pequeña. Encárgate
tú, por favor. Me dice en el pensamiento, lo interpreto a través de sus
ojos que no quieren despertar. La amo. Las amo.
Cargo a mi hija con el mismo cuidado como cuando la recibí, aquel día. Un
milagro, un nuevo mundo por descubrir, una nueva forma de ver la vida.
***
“El tiempo es el mejor autor: siempre
encuentra un final perfecto.”
Charles Chaplin
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