Viajaba
todos los días sesenta y cinco kilómetros para llegar a ese lugar. Algunos se
jactaban de largos viajes de una hora y media, yo tardaba en llegar a veces dos
horas y media; otras, tres. Para estar allí a las ocho de la mañana,
teóricamente tenía que salir de casa a las cinco, ya saben, lo que se camina al
paradero, luego del paradero, cuando llego, hasta mi destino. Para estar lista
a esa hora, tendría como mínimo que haber abierto los ojos a las cuatro de la
mañana, ya saben, cocinar la comida para mí y mis padres, prepararme mi
desayuno y dejar limpia, lo mejor que pueda, mi casa. Es muy difícil. Si llegaba
cinco minutos tarde al paradero, el próximo colectivo pasaba a las cinco y
cuarto y ya con esa hora y ese tráfico, no llegaba. Gracias a Dios había un
colectivo a las cinco.
Llegaba
al lugar donde estudiaba a las ocho de la mañana y casi siempre estaba diez o
quince minutos temprano. Ingresaba. Iba hacia mi salón, me sentaba en la
primera fila (es que si me sentaba atrás, me daba sueño y me dormía y, no pues.
¿Tanto para nada?), sacaba mis dos panes con tortilla y mi quinua, entonces en
esos diez minutos tomaba velozmente mi desayuno. Pasaban los diez minutos, la
clase empezaba.
Las
clases terminaban a las tres de la tarde, rápidamente almorzaba y luego me iba
a trabajar, lo bueno es que la señora era comprensiva, una vez más otro viaje.
Quince kilómetros más al sur, treinta minutos nada más, tenía que estar allí a
las cuatro de la tarde. Llegaba a mi trabajo y rápidamente me ponía el uniforme
e inmediatamente, a limpiar, el sueño no importaba porque si hacía mal mi
trabajo, me botaban; y si me botaban, todo se iba al tacho. Entonces, no,
seguía mi trabajo y me esmeraba. Así hasta las ocho y media de la noche. La señora
me daba a diario diez soles y a fin de mes, quinientos; era bien buena, a veces
me invitaba comida y ya tomaba lonche allí. Luego otra vez a casa, ya no eran
sesenta y cinco kilómetros, sino ochenta. Gracias a lo despejada de la noche,
la velocidad de las combis a esa hora y la poca cantidad de pasajeros, llegaba
con suerte a mi casa a las doce. Llegaba cansadísima e intentaba poner todo en
orden para el día siguiente. Si tenía tarea la hacía en el acto, aunque, tanto
viaje, me ayudaba bastante a avanzar. Generalmente ya estaba lista a la una y
media de la mañana, en el acto me acostaba para intentar dormir.
Desde
la una y media de la mañana intentaba, hasta las cuatro.
Intentaba
dormir.
Luego,
mi día, empezaba otra vez.
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