Y pensar
que hace un año exactamente yo era El grinch de estas festividades populares y excesivamente románticas. Obvio,
como toda mujer me encantan las sorpresas, los detalles y cualquier
manifestación de cariño; es mi sensible y femenina naturaleza. Sin embargo,
creo que es mejor expresarnos día a día, es decir, no necesitar de las dichosas
fechas calendario, o feriados largos –e incluso cumpleaños–, para recién
preocuparnos por hacer sentir especiales a las personas de nuestro alrededor.
Es raro,
o al menos, para mí lo es.
Las
tarjetas de felicitaciones se venden como pan caliente, los parques
sobrepoblados de enamorados; y ni que decir de los pintorescos colores que
caracterizan la fecha. No es que me desagrade que se celebre el Día del amor y la amistad, sino la
intención de querer encerrar en un solo día del año, la desbordante profundidad
que tienen estos sentimientos.
Como
mencione anteriormente, hace un año con precisión, solía ser mucho más tajante
con este asunto; no salía, no gustaba del deseo de saludar a las personas con
un “feliz día”, no miraba a este día como uno especial en todo el año y la
semana.
Mi
perspectiva cambió, pero solo de lente.
Ahora si
digo, “feliz catorce”, pero lo digo cada mes del año y en muchos momentos del
día. Ese número se ha convertido en el recordatorio de que el amor aumenta,
crece y que todo el tiempo pasado solo es una paciente inversión en la
felicidad venidera.
Coincide, si lo sé, en este mes de febrero con el
empalagoso día de los enamorados; lo cierto, es que yo no necesito solo un día.
Puedo estar enamorada los trescientos sesenta y cinco días del año, sin discriminar ni un solo día, y
felizmente, lo estoy.
¡Feliz
catorce!
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