El silencio me frustra, me limita y estresa.
Una irreverente faringitis ha tomado el control de mis
cuerdas vocales, las ha injuriado sin permiso y me ha quitado una de las
facultades –en mi opinión– más importantes que Dios le pudo entregar al ser
humano.
Esclava de mi garganta. Intento contener las ganas de
exponer mis ideas y sueño con poder liberar mi mente de tantas mariposas
pensativas; la claustrofobia comienza a reaparecer, es asfixiante y
perturbadora.
No puedo reír a carcajadas, ni llorar, ni gritar, ni
cantar.
Pero existe algo que –ahora en mi condición– si puedo
hacer: escuchar.
Todo el día he reprimido el deseo de contestar, refutar
o interrumpir, por el contrario, he escuchado a todo aquel que se ha acercado a
mí. Les daba un gesto de aprobación o por el contrario, una sutil mueca negando
a lo que me decían. Mi paciencia era probada. Demasiado probada para mí gusto, diría
yo.
En mi afonía, he obtenido buenos resultados: escuche a personas que lo
necesitaban, no pelee con ningún cobrador, fui una mejor amiga, mi madre pudo
leer tranquila sin oírme cantar y utilice mucho más mi lenguaje corporal.
¡Ah! y en medio de mi propio silencio, leí mucho más.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario