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Un blog diferente.

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miércoles, 4 de junio de 2014

Campo de margaritas.

Esa tarde es solo una tarde, las margaritas no se despintan con el aire, el viento no puede deshojarlas. Ella está quieta mirándolas, contemplándolas fijamente, está inánime derramando lágrimas que caen luego a las margaritas y las riegan de su dolor, de ese dolor que del alma emerge, de ese dolor que del cuerpo escapa.
Sus manos le tiemblan y caen sobre un par de margaritas el papel arrugado, insignia de la cobardía, del hombre repugnante y pusilánime, ese hombre que hasta ahora ella ama, pero que no puede, no puede amar porque él ha hecho lo que ha querido, él se ha burlado, ha tirado por el suelo todo. Y es como si una terrible película se proyectara entre el charco de sus lágrimas que inundan sus ojos y se sucedieran las escenas con las margaritas al fondo.
La noche en que se apareció por primera vez en la puerta de su casa como un vendedor de pizza, ella estaba muerta de risa porque un atrevido repartidor había tenido el atrevimiento de entregarle una margarita. Todas las noches que sucedieron a ese particular antojo de pedir pizza siempre a la misma hora y de coleccionar margaritas del extraño repartidor que luego se lo encontró en la universidad y descubrió que era un becado estudioso, que pronto serían amigos. Es vez que él la invitó a salir y fueron al campo de margaritas donde ahora ella ahoga su dolor. Él le confesó que el mejor trabajo que había tenido era haber sido repartidor de margaritas. Cuando él le dijo que su rostro era más hermoso que todo un campo de margaritas. Cuando le sonreía de día y también cuando eran casi las cuatro de la tarde. Cuando le dejó una carta entre sus cuadernos. Cuando le confesó su amor. Cuando fueron ese día al parque de diversiones y ella descubrió que estaba irremediablemente enamorada. Cuando se dieron el primer beso y ella sujetaba una margarita entre sus mano que hasta ahora conserva. Cuando decidieron ser novios. Todas las veces que rieron juntos, que se tomaron de la mano, que se escuchaban hasta la saciedad –nunca saciada- los te amo. Cuando él entró al estudio de abogados más importante de la ciudad. Cuando cambiaron las salidas más simples a las más sofisticadas. Cuando entraban de la mano a un evento de sociedad. Cuando el amor se enfrió. La propuesta de matrimonio. Cuando el amor volvió a ilusionarla. Cuando se puso el vestido y ella imaginaba como se le ponían los ojos a él de verla tan hermosa. Cuando estaba entrando por la iglesia y él estaba al fondo.
Y de pronto la sucesión terminaba. La realidad la tocaba frío. Él no pudo con eso y se fue. Delante de todos él se fue. Y no se fue solo, se fue con otra. Con otra que ni siquiera ella conocía, ¿de dónde había salido? Cuando le dijo, perdóname. Cuando no podía perdonarlo. Cuando todas las margaritas se marchitaron y se volvieron un gran muladar de mentiras.
Sus ojos estaban inundados de dolor y ella sentía un terrible dolor en todo lo que podía componer eso que decían alma. Si pudiera describir ese momento ella le hubiera puesto igual el nombre de todas las margaritas.

Su vestido se veía como una mancha blanca en medio del blanco de las margaritas, con puntitos amarillos, el viento alzaba de cuando en cuando su vestido, era hermoso verla desde lejos sufriendo, llorando, intentando olvidar en el único lugar donde jamás podría olvidarlo. Darse media vuelta era renunciar al amor y ella no quería renunciar al amor, no podía. El amor le había renunciado y las margaritas eran como un consuelo de esos que se tienen cuando ya no queda nada ni la dignidad ni la historia, ni el amor ni la esperanza.

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