De noche se escucha la calle ladrar, es un ladrido seco y
chillón, como si a un perro le estuvieran despedazando los dientes, como si a
la llorona le hubieran arrebatado nuevamente a sus hijos. Vivir en el pueblo
donde vivo no es cosa de chiste, el cemento ha cubierto todo, pero no es agua
bendita como para matar demonios. Ellos están allí, quiero decir, siguen allí,
nunca se fueron. El curita dice que hay que rezarle al santito, pero yo no creo
en esas cosas, no le creo al cura ni al alcalde, tampoco le creo mucho a mi
'apá, solo he creído en lo que he visto y yo los he visto. Los he visto a
ellos, ellos que salen de madrugada para espantarnos, para vengarnos, para
echarlos a los otros, para volvernos a nuestra raíz que era su gobierno. El
cemento no los ha matado y yo creo que ellos van a liquidar el cemento, al
cemento y a quienes lo trajeron. Así dice la abuela, a ella sí le creo.
La noche es seca, helada, el viento pesa como un costal de
papas, cada paso es una batalla, la calle está dura dicen las chicas de faldas
cortas a estas horas en la esquina de la plazuela, pero yo no he venido para
verlas a ellas, yo quiero ver a la viuda negra, a la duenda, a todos ellos que
yo sé que no se escondieron detrás del cemento, a ellos que no le tienen miedo
ni a los tractores ni al desarrollo. He venido a ver a la duenda y no me
importa que me lleve, mejor que me lleve la duenda antes que la policía.
Pasando dos cuadras de la plaza, en una de las direcciones
hacia la chacra, rápidamente el cemento se va perdiendo entre la tierra y la
luz de los postes se va mezclando con la oscuridad y la fuerza de nuestros
antepasados obligan a que las sombras se hagan más grandes y más oscuras hasta
que ya no hay camino ni sendero, solo estás en la chacra, en la oscuridad,
plantas, perros que ladran en alguna parte y el cuchicheo silencioso de los
demonios, así dicen.
La invoco. No aparece.
La vuelo a invocar. Nuevamente, no aparece.
He traído refuerzos, me dieron unos cuantos gramos esta
mañana, es suficiente, sobrado puedo verla con esto. Le tengo un encargo, mi
alma. Que se la lleve la duenda, los apus o el tunche, no me interesa, prefiero
el infierno a cemento, a sus rejas de fierro, a sus políticos, a la religión, a
los padres y al desarrollo. Prefiero el infierno y ya siento que mi cuerpo
empieza a sentirse liviano.
La duenda no aparece. La vuelvo a invocar.
Una sirena suena a lo lejos, con melodía ovalada, de
espacios muy prolongados y lejanos, se combinan con la sombras y el brillo azul
que apenas vibra en mis párpados.
¿Por qué no apareces, duenda del mal? La abuela es la única
que no ha mentido.
El sonido y la luz se acercan y se alejan al compás de ondas
de ríos visitados en mi niñez, como cuando me ahogaba brevemente y a propósito,
esa sensación de mareo, de tener los oídos bajo el agua y que te griten desde
afuera, la visión acuosa, sazonada de alucinaciones. El sonido que se va y
viene. El brillo azul que rompe el paisaje oscuro, algunas voces, segurito son
los críos del cemento, peor aún, sus perros guardianes. El crujido de la hierba
al ser pisada. La luna. La duenda que no viene. Mis pies que están por encima
del suelo, la culpa, la duda, la moral, las reglas, la abuela que murió
anteanoche, la culpa, la droga, la sangre, las sombras, las voces, la culpa, el
cuchillo, la abuela muerta.
Los demonios que no vendrán porque nunca se fueron. El
demonio soy yo.
- ¡Arriba las manos! Suelte lo que tenga en las manos y
muestre las palmas donde las podamos ver - sonó el megáfono -. Por fin
atrapamos a este maldito, ya cayó, avísenle al comisario, al cura y a su
familia, este maldito ya cayó.
La luna que no estaba brillando.
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