Es como si aún pudiera escuchar tu llanto, rompiendo sin temor la
blanca sala de aquel hospital. Tú yacías tibio y frágil en mis brazos y el
mundo parecía saber que habías llegado para revolucionar sus cimientos y hacer
vibrar su monotonía.
Regresé a casa y sentí como si fuera navidad, Aquel que
todo lo puede me había complacido con un hermoso y tierno regalo, a diferencia
de esa fecha que se cantan villancicos, yo aprendí a entonarte unas desafinadas
canciones de cuna.
Pronto esas melodías se convirtieron en pausadas pronunciaciones; me
reencontré con mi niña interior, fue como retroceder varios escalones para
poder intentar comprenderte un poco más. Amabas aquel cuento de un auténtico
músico, El flautista de
Hamelín –que por cierto, todavía permanece
en nuestra biblioteca. Fuiste creciendo con extrema rapidez, empecé a ver lo
brillante que eras en la escuela y lo poco que ya me necesitabas para leer tus
párrafos favoritos y atar tus zapatos.
Ya no rogabas por quedarte apretado a mis piernas porque te asustaba
el colegio, esa época había pasado con la voracidad en que una golondrina deja
su nido.
¡Ay, hijito! Tú solo comenzabas a trazar tu propio camino, ibas
dejando atrás las infantiles conversaciones para pasar más tiempo frente al
espejo –de seguro para impresionar a alguna señorita–, y a meditar en lo que
harías terminando la escuela; jugabas a decir qué sucedería en cinco años,
luego en diez y así avanzabas sin percatarte que mi corazón se estrujaba.
Estabas tan nervioso el día en que esperábamos los resultados, pero
cuando descubrimos que habías logrado ingresar, una carcajada se escapó de tus
labios y lágrimas colmadas de emoción me inundaron. Estaba tan orgullosa de ti,
estoy orgullosa de ti. Estudiarías la carrera que tanto yo amaba, por la que
vivía día a día agradecida con la vida, aprenderías a sanar heridas y aliviar
dolores de los pobres sin esperanza. Yo te sonreía y acariciaba el cansado rostro
cada mañana que salías a enfrentarte con coraje a la lucha de lograr tu misión,
yo sabía que lograrías cada uno de tus objetivos y vez por vez estabas más
cerca de hacerlo.
Tu graduación, qué memorable y precioso momento, ya eras todo un
médico. Con alegría me entregaste la medalla que significaba tu esfuerzo, un
beso acompañó aquel gesto de gratitud. Pasaron más días –cómo quería detener el
tiempo–, llegaste a mí con los ojos brillosos, me pediste un minuto para
platicar, estabas demasiado ansioso. No fue necesario que dijeras algo, a pesar
de que balbuceabas palabras sin sentido, yo sabía de qué se trataba: te habías
enamorado.
Te irías de mí para siempre, pero era tan extraña aquella sensación,
porque te sentí más unido a mí que siempre. Celebramos juntos tu felicidad,
ahora yo tenía una hija más. Ahora ya tenías tu propia familia, no eras más mi
pequeño niño de ojos vivaces y chispeantes, eras todo un hombre, fuerte y
decidido.
Querido mío, te escribo esta carta para recordarte que cada paso que
diste, aunque no me viste y no pediste mi ayuda, estuve allí. Me honraste al
seguir la vocación que amamos, querido colega. Sé feliz hijo, que yo lo seré
sabiendo que sonríes a pesar de que estés lejos.
Con eterno amor, mamá.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario