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Transcurrieron cuatro días tan ligeros como el viento de aquel otoño, sincopado pero veloz. Eran siete para las nueve de esa mañana y, sentado en la banca que queda fuera de la biblioteca, esperaba él de la misma manera en que lo hizo los días anteriores: con un vaso de chocolate, un croissant y un libro cerrado.
Ella llegó tres minutos tarde, lo cual ya le irritaba bastante. Llevaba los cabellos alborotados y la casaca arrugada, de lo que seguro no se había percatado. Se saludaron con un beso seco, que quizá fue más un ligero roce de sus mejillas que un beso y se quedaron en pie mientras ellas extraía el libro de su morral. Él la apuraba con la mirada, lo cual parecía despertar cierto placer por el sufrimiento ajeno en ella. Así y casi de la misma forma se habían repetido los hechos en los días anteriores, y tan igual como sucedió lo anterior, él recibió el libro, giró sobre sus talones y se marchó.
Así pasaron tres días más. El libro contenía dos marcadores que poco a poco habían avanzado hacia en final, a veces iba uno por encima del otro y otras, al revés. Dentro de esto, no exagero al afirmar que ninguna sonrisa se dibujó durante esos encuentros, y que si se saludaban era un mero formalismo. Pero esa frialdad dejó de ser o dio un primer indicio de ello quizá ese lunes de tarde.
Ella llegó cuatro minutos tarde y subió unas gradas pequeñas para llegar a la biblioteca. Esta vez él, cansado de esperar paciente a que ella se acerque con aquella lentitud única que puede quitarle la paciencia a cualquier santo, se puso en pie y se adelantó a su encuentro. Lo siguiente que pasó fue ver a aquella chica trastabillar, resbalarse y caer lentamente. Casi instintivamente la tomó del brazo, y la sostuvo, pero el suelo estaba mojado por la garúa de la tarde, y por la velocidad con que se dieron las acciones no pasó más que un instante para que desafortunadamente él también resbalara. Y allí estaban los dos, en el suelo, algo adoloridos. En tanto él refunfuñaba, se miraron por un instante y ella sonrió.
- Mi nombre es Miguel.- dijo de forma automática devolviendo la sonrisa, la cual parecía costarle cierto esfuerzo- Nunca lo preguntaste.
- Sí lo sé, lo dice el marcador que has dejado en el libro- respondió ella asumiendo el rostro inexpresivo que había mantenido durante ese tiempo y parándose al mismo tiempo que extraía el libro de su morral.
- Muy bien, Lucrecia- dijo mientras se incorporaba, también, y extraía el libro de los brazos de ella. -Adiós.
Ella quiso refutar algo, pero el intento era en vano. Miguel ya había cruzado la avenida sin mirar atrás y a paso muy veloz. Caminó el corto trecho hacia un paradero y llamó un taxi.
En el reloj de una parroquia las agujas llegaron al punto más bajo: las seis y media. Nuevamente pequeñas gotas se precipitaron durante una hora o algo menos y en las calles la gente se ocultaba entre las sombras. El tiempo se tornaba cada vez más frío; las noches, más oscuras; las tardes, más ralas y las horas más cortas. Se terminaba la primera semana desde aquella ocasión de la biblioteca y con ella decrecía la cuenta regresiva para su viaje...
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