Corría
por los gélidos pasillos del nosocomio, sin pausa, sin descanso, sin secar las
gotas de sudor que surcaban su frente; la angustia cual costal de arena se amontonaba
en sus brazos, el sabor a hiel le ganó la partida a la menta que había
degustado hace minutos ¡y sus pies que no respondían!
Trastabillando
se abrió paso entre una multitud que se amalgamaba con el ambiente tan serio
del aquel lugar, los gestos de las personas eran bizarros, sus voces perturbadoras,
el olor a medicamento lo asqueaba más de la cuenta. Siempre había odiado los
hospitales, y ahora, solo imploraba que este fuera la salvación de su vida.
Pensó
en detenerse cuando el corazón le saltó con fuerza, martillando sus costillas,
como queriendo escapar para llegar primero. ¡No! no podía, una corazonada le
decía al odio, le susurraba con voz casi inaudible que no se detuviera. Era su
voz.
Cuando
llegó, deslizó ávidamente sus ojos por la habitación, notó su pequeña silueta,
postrada y empapada por la lluvia, sus ojos entrecerrados, su respiración
imperceptible, sus labios secos; su delgado cuerpo inmóvil. La pelea en el
auto, las bocinas, el semáforo, y el choque que los dejó inconscientes a ambos.
“Debiste
oírme, cuando te hable de aquel presentimiento” le reprochó arrodillado junto a
la camilla, se llevó automáticamente la mano al pecho, el dolor le dolía. Ella
tosió y parpadeando con suavidad lo miró como siempre, con dulzura y paciencia.
“Tranquilo, ahora yo tengo una corazonada… estarás bien” masculló; un escalofrío
invadió sin permiso su espalda, los médicos se movían a su alrededor. Lágrimas
asaltaron al sujeto de ojos brillosos, negó con la cabeza cuando le pidieron
que se retirara, ella había empezado a convulsionar. Gritó su nombre, el
corazón se le estrujaba, su respiración se apagaba, y su mundo se desplomaba. La
enfermera le pedía que mantuviera la calma, y se asomó por última vez a la
ventanilla de la sala.
El
pitido del desfibrilador marcó el último latido de su corazón, y el insípido
final de su propia corazonada.
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