No me importa de dónde tú vengas,
si detrás del Calvario tú estás,
si tu corazón es como el mío
dame la mano y mi hermano serás.
¡Dame la mano, querido hermano!
Dame la mano y mi hermano serás.
La primera vez que la cantamos se me escarapeló el cuerpo. No sabía en dónde quedaba el Calvario, pero no importaba de dónde yo viniera. Yo venía de Cocachacra y estaba harta, pero ellos se veían felices y yo quería sentirme como ellos.
Esa vez llegué devastada. Tengo los recuerdos nítidos de esa noche, esa sucia noche, no paraba de llorar, había perdido uno de los zapatos y casi arrastrándome llegué a la vieja cabaña a la que me habían condenado mis padres, estaba llena de odio e ira, quería reventar todas esas miserias, ¿por qué me habían hecho pasar por eso, esa miserable vida marginal cuando yo podía ser alguien más? Entonces mamá dio un salto cuando me vio, estaba horrorizada, '¿qué te han hecho esos terroristas malnacidos?' Yo me dejé caer, estaba, más que molesta, cansada.
Cuando desperté, mi papá estaba mudo sobre la mesita que estaba al lado de la cama, con su botella de ese trago amargo, sorbiendo de a poquitos, sin decir nada. Siempre tan ausente, como si no existiera él, como si no existiera yo, como si ya no habría sido suficiente. Mi mamá estaba apenadísima, secándome la cara con algo, me había limpiado todo el cuerpo con un trapo inmundo y estaba que me miraba fijamente antes de decírmelo.
- ¿Qué te han hecho esos terroristas, hiíta? Te dije que no estés yéndote pa'llá, esa gente es mala.
Comprendí el redondo sentido de sus palabras y en el fondo sabía que lo que decía era verdad, estaba molesta porque tenía razón, pero estaba desengañada y decepcionada, odiaba la realidad de todas las cosas, estaba tan contrariada que no lo podía soportar un segundo más, entonces exploté en llanto.
Luego, le conté todo a mi mamá.
Las muertes, los crímenes, lo que les escuché hablar de mí. Lo que los comunistas hablaban y el miedo que tenía, todo día tras día, su gran revolución, la amnistía general, San Marcos, La Cantuta, el Centro de Lima, los malditos apristas, los fujirratas, todo era política y yo ya había estado tan aburrida. Luego cuando quise salirme, cuando quise retirarme, las cosas que me dijeron, aún sonaban en las paredes de mi conciencia sus gritos de deprecio: "¿Sabes por qué no quieres luchar? Porque aparte de ser serrana eres una serrana resignada, como tus viejos miserables, conformistas, se dedican a prolongar su miseria, ¡mírate, serrana cochina! Aquí no eres nadie y no quieres luchar porque no te interesa ser nadie, a gente como tú felizmente también los matamos cuando pudimos."
Los golpes, las manos, el ardor, las cachetadas, escupitajos, adjetivos, aún cuando ya estuve en la calle, miraba todo diferente, lo pude ver, en todas las caras de toda esa gente, era verdad, todos me tenían asco y repulsión. ¿Y dónde quedó todo eso de que éramos peruanos, de que éramos hermanos?
No dejaba de llorar y anastesiada en mi dolor, atontada, sin fuerzas, llorando vez tras vez, volví a esta choza miserable. Mi mamá estaba atónita, su sabiduría se había terminado, quizás porque nunca fue sabia, solo era alguien que podía decir cosas a gente que sabía menos ella.
Estaba amargada y volví a explotar, la vi de nuevo allí, tonta, sin decirme nada. Salté y gruñiendo empecé a tirar todo por todas partes, estaba loca. Recién mi padre se dignó a existir, quiso golpearme, pero ni siquiera eso podía, estaba embotado en alcohol y se desparramó en mis narices. Seguí destruyendo y dejando caer todo, me importaba un comino lo que podía costar cada pequeña cosa, ¡eran cosas insignificantes, inservibles!
La miré con ira y le grité, ¡¿por qué nunca luchaste para cambiar esto?!
Entonces en la inmundicia, sacó algo para tirármelo en la cara, estaba todo tan revuelto que por primera vez identifiqué algo parecido a lo que había visto en la casa de los comunistas, era un libro, lo tomó entre sus dedos regordetes y me lo aventó en la cara. La punta de la tapa me hincó justo abajo del ojo derecho y me hizo sangrar, me detuve y me resigné. Empecé a llorar sin parar y mis lágrimas se mezclaban con la sangre que brotaba de mi ojo, ya ni siquiera estaba amargada, estaba devastada.
Me quedé encogida en ese rincón mientras mi madre volvía a poner todo en orden, mi padre seguía en el suelo como un animal, inmóvil, ebrio. Nadie decía nada. Entonces sucedió,
"Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación.
Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios.
y más abajo,
Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos;"
Un oasis inundó mi corazón. Las lágrimas por un instante se detuvieron y había perdido la noción de la realidad, cogí el libro con desesperación y lo cerré, fue un susto espontáneo. Una vez cerrado pude ver las preciosas letras doradas que lo rotulaban, Santa Biblia. Dios me había hablado.